junio 15, 2011


II

Ella tenía razón cuando me decía que no viviese cosas intensas en lugares que frecuente, porque cuando el mundo deje de girar alrededor nuestro, los lugares se pondrían grises. Y de ese color estaba la calle entre las vías y tu casa, donde te dio miedo que esto saliera bien. Claro, nunca supimos qué es bien en todo lo que vivimos. Entonces nunca voy a poder culparte por ser cobarde. Yo también lo fui. Después de que te arrepintieras, porque te di a vos una oportunidad para volver eso atrás o seguir adelante y por darle una oportunidad más a una vida que se merecía más oportunidades que vos. Entonces no nos puedo culpar. Por eso mejor culpemos a los trenes. Que muestran mi debilidad y que siempre van a recordarme a tu casa y todo lo que se va. Tal como vos. Ella tenía razón cuando dijo que había cosas que era mejor no arruinar.

Cartas.-


I

Me enamoré de vos, muy a pesar de mí. Igual eso ya pasó, tranquilo, no estoy enamorada.
El error es aún más grave: te amo. No me gusta cómo se ve escrito, pero quizás tenga que ver con el poco sentido que se le da a estas dos palabras. Que incluso hoy día yo misma les doy. No te equivoques, nunca te dije nada sin sentirlo, y por desgracia nunca pude sentir nada y no decírtelo. Aún recuerdo de lejos, aquel temor que tenía a que me mirases a los ojos y me descubrieras. Hoy mismo maldigo mis ojos, no aprendieron a mentir tan bien como yo. Hoy los maldigo porque me delatan en las escondidas. Lástima que no es un juego de grandes, ni de chicos que pretenden serlo.

junio 02, 2011

Más Allá del Fin del Mundo - cuento

Todavía me queda el recuerdo de ese día tan lejano. Vívido, grabado en mi memoria sin las más mínimas intenciones de abandonarme. Caminaba por las transitadas calles del centro de mi ciudad natal escuchando a medias lo que me rodeaba, con la cabeza casi totalmente enfocada en el desarrollo de ese extenso día, pero un quiebre de la monotonía del lugar, desvió mis cavilaciones: cruzaba por una calle poco transitada para lo que se podía considerar común a esa hora en ese lugar y había un auto de policía en la esquina, lo que también sorprendía. Veía que la gente  que me rodeaba cruzaba a la otra vereda opuesta a la que yo transitaba, luego escuché un grito desgarrador, que helaba adentro, y comencé a mirar hacia todos lados porque no podía ver de dónde provenía, pero me sentí totalmente estúpida cuando caí en cuenta de que todos a mi alrededor levantaban la vista como si tuvieran intención de ver algo en el cielo, pero sus miradas no apuntaban allí, sino a un edificio gris oscuro y demasiado lúgubre, me recordaba a algo triste que en realidad no recordaba; haciendo un análisis rápido del edificio pude ver que en una ventana (la única abierta) del 9º piso había un cartel de venta y deduje que de ahí había provenido el desgarrador grito, por lo que mi vista fue instintivamente hacia el piso, donde yacía un hombre joven, sin expresión alguna pero con mucho que decir, y por lo visto, con mucho que ocultar todo evidenciado en la lividez de lo que había dejado en este mundo que lo había llevado a convertirse en una insípida masa de nada rendida ya en el pavimento. Rendida de todo lo que podemos rendirnos, quedando vacíos de algo que valga.
En el tren que me alejaba del último lugar que pensé me salvaría de mí misma  me planteé cuantas veces nosotros nos encontramos así pero sin tirarnos de un edificio. Pero ya había pasado mucho desde aquel día. Mucho tiempo, muchas ciudades, pero sobre todo muchas personas. Reí amargamente y acallé las voces que me atormentaban con este tipo de recuerdos con una suave música country, y entre palabras, conversaciones del inconsciente y la música me sumí en un sopor increíblemente efectivo para que se desvaneciera el paisaje de esa tarde que dejaba atrás en el tren, que me llevaba a mi próximo destino. No sabía dónde estaba ni a dónde iba, tampoco quería pensarlo, sólo había pedido un boleto a donde terminara el recorrido del tren. Tantos viajes me habían enseñado lo inútil de viajar escapando de los problemas, pero actuaba por impulso y creía que todo era por algo. No tengo idea de en qué momento dejé de pensar y empecé a soñar, pero dormí bastante mal y me despertó bruscamente el maquinista cuando llegamos al final del recorrido. Bajé con mi escaso equipaje y me enfrenté una vez más al lugar desconocido. Ya había pasado por esto otras veces, no era nuevo, pero aún así me producía esa mezcla de ansiedad y nervios por lo desconocido. Quién diría que este viaje sería tan distinto a los otros…
Si alguien alguna vez tuvo dudas sobre dónde queda el fin del mundo, puedo asegurarle que yo ya lo había dejado en la estación anterior. Eso era la nada misma, y por eso me gustaba, porque tan lejos no llega el pasado. Me esperaba un nuevo presente, me esperaba una nueva vida, durase lo que durase, no importaba; aunque era consciente de que no permanecería en ese lugar mucho tiempo para no arraigarme a nada que luego pudiera extrañar. Solas, me encontraba yo misma, mi pequeña maleta y mis otras personalidades, buscando una posada para pasar la noche. Caminé un par de quilómetros bajo el rayo de un sol que alguna vez tuvo un esplendor rajante ya por esconderse en el horizonte delimitado por el contraste del límpido cielo y el desértico paisaje que llegaba hasta donde alcanzaba la vista. Encontré algo parecido a un parador y entré. Absolutamente descuidado y lúgubre, contando historias de viejos ebrios, me recibió aquel lugar, adornado con dos personas de aspecto extraño y hosco. Además del dueño que era un joven que parecía entender mucho de la vida e importarle muy poco lo que se leyera en los libros. De cualquier forma me gustó la transparencia de su mirar ambarino y expresión segura, así que le pregunté si podían hospedarme. Asintió y me lanzó unas llaves, luego de señalarme con la cabeza, la habitación que me correspondía.
Pasaron varias semanas hasta que me gané su confianza, y comenzó a contarme de su vida allí; ya no tenía familia, sólo una chica con la que estaba desde hace años. Mientras, yo le contaba de mis viajes, lugares que había visto, y otros sobre los que sólo había leído. Pasábamos noches enteras hablando en su barra, bebiendo algo fuerte para brindar por los viejos tiempos. Sólo una noche nos excedimos, y nada más se necesitó para que cometiéramos el más hermoso error de nuestras vidas. Lo repetimos cada noche, pero había una falla y yo lo sabía. Lo amaba, pero nunca lo sentí completamente mío, y se lo adjudiqué a que estábamos en el lugar equivocado, ya que yo no pertenecía allí. Pronto llegó el día en el que se lo hice saber porque me había superado, y le pedí que huyamos lejos; vi la duda deformando sus seguras facciones cuando me pedía un tiempo para pensarlo.
A la mañana siguiente me desperté al alba, consciente de que mi partida era inaplazable. Lo busqué y él no estaba allí para mí, en su lugar había una breve carta que decía: “No puedo, lo siento. Te amo”. La tomé y en su lugar dejé algo que había escrito pensando en él hacía un tiempo:
“Nuestros errores, perdonados. Los únicos que no tenemos perdón somos nosotros. Gracias por venir cada noche, nunca pediré disculpas por lo hecho.  No tengo miedo, ya no, el miedo es otra cosa, es lo que opaca el placer por el placer mismo. Sé que las cosas cambiaron desde el principio porque ya no hay culpa. Si existe el infierno, y sé que existe, entonces valdrá por todo este paraíso. Pero no se ha perdido lo mejor, nunca llegamos a la rutina, sé cómo es cada momento, cada centímetro de ti, pero nunca nos acostumbramos el uno al otro, cada vez es mejor, estoy  segura porque cuando más puedo verte es cuando cierro los ojos. Somos prisioneros del placer, y uso esta palabra por temor a decir más. No le temo a las consecuencias de lo que hacemos cuando nos ve solamente la luna, sino a necesitarte de día. Las cosas sólo pasaron, no sé nada ya, aunque no cambiaría ni una noche contigo, ni por la mismísima salvación del infierno que vendrá, ni por una explosión de libertad, porque soy prisionera de tu cuerpo, de tus manos y de tu piel contra la mía, y jamás cortaré esas cadenas. Haremos implosión cuando ese fuego destruya las máscaras que nos obliga a llevar la encandilante luz del sol, cuando golpea en nuestros rostros que delatan una verdad carente de alma, llena de frío, que opaca la luz, la de tus ojos, cuando pronuncias mi nombre en el resguardo de la oscuridad. Yo te cuidaré, nunca me dejes, pase lo que pase, cada noche será nuestra.”
Luego me fui, sujetando con fuerza lo que me quedaba de él.
Tres años pasaron mientras jugaba a llevarme bien con los distintos colores de la vida, aunque lo único que rondaba mi cabeza era volver a aquel parador. Este tiempo me había cambiado mucho. Los placeres profundos marcan adentro, mientras que los vacíos que había disfrutado a medias en los últimos tres años, me habían cambiado el aspecto y lo habían modelado a su gusto definiendo rasgos desconocidos para la inocencia.
Unos meses después me encontraba en el parador, ya rendida y entregada a lo que más había amado. Entré y me recibió un niño pequeño que me miraba profunda y suspicazmente con aquellos ojos ambarinos que tan bien conocía. Lo saludé con la mano mientras lo buscaba a él con la vista. Estaba de espaldas, al escuchar la puerta abrirse, volteó y preguntó.
- Señorita, ¿en qué la puedo ayudar?
- ¿No me reconoces?
- Disculpe, no. ¿De dónde debería conocerla?- De tras se oye una voz cantarina de mujer llamándolo.
- No, debe haber sido un error. Gracias.
Él fue a la parte de atrás en respuesta al llamado mientras yo me disponía a irme, entonces el niño me entrega una hoja de papel a la vez que me devuelve el saludo. Quería compartir ese secreto con él, pero en realidad no había nada que explicar, el niño ya era parte de eso tácitamente y comprendía mucho más que yo. Abandonando aquel lugar para siempre, como creí hacer la primera vez, apreté la carta contra mí. La mayor parte de las cosas  que nos habíamos dicho y que más habían expresado habían sido por ese medio. Mi rostro estaba inexpresivo, pero con la característica tranquilidad del que sabe que ya no queda más que perder. Desdoblé la hoja y vi que no había agregado más que una post-data a la vieja carta que algún día le dejé:
“Cada noche de mi vida desde el día en que te fuiste, pensé en ti. Y pasó aquello que más temí: te amé todos los días desde que salió hasta que se puso el sol. Cada día, hasta que dejó de hacer cálido a este mundo de fríos. Por eso te devuelvo esta carta, para que no quede nada de un pasado que nunca querré borrar, pero que tendré que confinar a la más remota memoria, para así lograr seguir con la vida que tanto me costó reconstruir. Si lees esto, quiere decir que ya no nos veremos nunca más. Sé feliz, y no prives a otros de lo que puedes dar”.
En ese momento el sol se ocultaba por última vez en aquel horizonte, el cual no volvería a ver. Aunque presenciaría otros, llenos de seres, que gritan en silencio, penas y glorias.